Fue la mayor fortaleza del Imperio Inca del sur, en las verdes serranías de lo que hoy es el oriente de Catamarca, donde numerosos restos de sus construcciones precolombinas resisten al tiempo en una aplanada cima y una muralla de unos 3.000 metros que sigue la línea del terreno por las faldas.
Es el Pucará de Aconquija, en el departamento de Andalgalá, convertido en un importante atractivo turístico y arqueológico e incluido en el Camino del Inca, Patrimonio de la Humanidad de Naciones Unidas (ONU).
El valor estratégico y defensivo que tuvo el Pucará de Aconquija para el imperio conquistador no sólo se comprueba desde esa cima, que domina todo el llamado Campo del Pucará y las serranías adyacentes, sino por la dificultad que presenta su ascenso por senderos pedregosos, resbaladizos y sinuosos desde la base del cerro, sólo unos 300 metros más abajo. El sitio está en la zona de Las Estancias, distante unos 17 kilómetros desde la localidad más cercana, Buena Vista, a lo largo de un camino de ripio que vadea varias veces el río Potrero y corre entre amplios campos bordeados por las sierras de Aconquija.
Las laderas azuladas, con los picos siempre nevados de los cerros Candado y Aconquija, se destacan al este sobre los verdes sembradíos de una de las zonas más fértiles de Catamarca, matizados de pequeñas flores silvestres de variados colores. En esa parte del valle se cultiva exclusivamente «papa semilla» de alta calidad, y los poderosos chorros blancos de agua de los regadores que la disparan a decenas de metros a la redonda, aportan su contraste al paisaje.
Si se llega desde la capital provincial, San Fernando del Valle, hay que recorrer unos 240 kilómetros hasta el Paraje Pucará, junto al río del mismo nombre, donde se encuentra la casa del cuidador del sitio arqueológico, quien registra a todo visitante y controla si regresa antes de la caída del sol. CsMllegó al lugar por invitación de la Secrearía de Turismo de
Catamarca, en una soleada mañana en la que, luego de algunas jornadas lluviosas, se respiraba un aire fresco, con aromas a yuyos y aún cargado de humedad por las precipitaciones.
EL ASCENSO
Los sauces que bordean el arroyo Las Chilcas son el último verde fresco que se ve en el camino hacia los restos del Pucará, ya que a partir de allí en la subida sólo hay sombra de unos pocos algarrobos de hojas oscuras y nada tupidos y después el sol pleno entre cactus, vegetación baja y matorrales, con algunas flores casi al nivel del suelo.
Tras el primer cuarto de hora, todos valoran los consejos previos de los guías de Andalgalá y del lugar respecto de portar una provisión de agua, sombrero o pañuelo en la cabeza y protector solar, ya que aún al fin del verano el sol se mantiene impiadoso en el cenit durante muchas horas, las suficientes para que las piedras también refracten el calor desde el suelo.
Los pies se hunden levemente y a veces resbalan en el pedregullo suelto de los estrechos senderos, en zigzag para hacer menos agotadora la subida por la pronunciada pendiente. A medida que se asciende, el paraje Pucará y su escuela rural se ven cada vez más pequeños, como si fueran piezas de cartón, en el fondo de la quebrada.
En un ascenso sin apuro -como el que realizó CsM– lleva casi una hora hasta ver las primeras paredes de piedras encimadas, características de las construcciones incas. Resulta curioso que no hay una uniformidad arquitectónica, y la explicación es que fueron edificadas por miembros de diversas etnias sometidas por el imperio, y los esclavos de cada una aplicaban una tendencia distinta según su experiencia.
Al llegar a la cima, en la planicie verde surgen numerosos recintos sin techo -algo más de 130, dicen los guías- la mayoría de forma rectangular, además de la larga muralla, a la que le faltan algunos cortos tramos, que se pierde en las leves ondulaciones para reaparecer varias veces a lo lejos y cerrarse en un perímetro defensivo más allá del alcance
de la vista. Las interrupciones en la muralla perimetral, según algunos arqueólogos, no son producto del desgaste del tiempo -se calcula que el complejo tiene unos 500 años-, sino partes que quedaron sin construir cuando el fuerte fue abandonado por los incas, probablemente con la llegada de los españoles.
También se puede observar lo que queda de una gran plaza o espacio abierto que une dos sectores principales, del sur y del norte: el primero, con dos conjuntos de recintos, y el norteño con un solo grupo.
En la zona norte, entre dos murallas separadas por una «silla», sobre la quebrada en que nace el arroyo Las Chilcas, se encuentran restos de una
calzada de piedra que es la parte del Camino del Inca (o Qhapaq Ñan) y pudo ser uno de los principales accesos a la fortaleza.
En este sitio arqueológico no se hallaron enterratorios y había pocos restos de alfarería, a diferencia de lo encontrado en el Campo del Pucará, donde permanecen muchos de esos vestigios.
Esto indicaría que la fortaleza no era un lugar de viviendas sociales, sino que como tal sólo desarrolló actividad militar defensiva y además fue utilizada durante un período breve.
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